Quita el sueño, desordena los recuerdos, crea dificultades para concentrarse, provoca ansiedad, acelera el envejecimiento y desencadena, de una forma más o menos directa, un sinfín de enfermedades que afectan tanto al cuerpo como a la mente. El estrés se ha convertido en un acompañante casi constante en nuestra vida diaria, ya sea por el ritmo acelerado de las ciudades, las exigencias laborales, los compromisos familiares o la presión social que nos empuja a ser cada vez más productivos. Sus efectos negativos son múltiples y se reflejan en problemas de salud como dolores musculares, trastornos digestivos, migrañas, alteraciones del sueño e incluso depresión.
Sin embargo, no todo lo relacionado con el estrés es necesariamente perjudicial. En dosis moderadas, puede funcionar como un motor interno que impulsa la acción y nos ayuda a responder con mayor eficacia a situaciones de desafío. Este llamado “estrés positivo” puede representar una excelente oportunidad para descubrir y poner en marcha recursos personales que quizás desconocíamos, lo que fortalece la autoestima y mejora la capacidad de resiliencia. De esta manera, el estrés también puede abrir la puerta al crecimiento personal y aumentar nuestras posibilidades de éxito en futuras ocasiones.
En definitiva, hablamos de lo que en los últimos años se ha convertido en el enemigo público número uno, pero que, al mismo tiempo, del que puede ser un gran aliado si aprendemos a gestionarlo correctamente: el estrés.
Estrés, clave para la supervivencia
El estrés es la respuesta automática y natural de nuestro cuerpo ante las situaciones que nos resultan amenazadoras o desafiantes. Se trata de una estrategia adaptativa que nos induce a responder de forma activa, poniéndonos en disposición de afrontar la situación a través de la huida, la lucha u otras conductas de supervivencia. En resumen, el estrés tiene como función principal alertarnos y prepararnos ante circunstancias peligrosas o de emergencia.
A lo largo de la historia evolutiva del ser humano, esta respuesta ha sido clave para la supervivencia: nuestros antepasados, al enfrentarse a depredadores, climas extremos o escasez de alimentos, dependían de este mecanismo para reaccionar rápidamente y aumentar sus posibilidades de sobrevivir.
Aunque en la actualidad los peligros han cambiado —ya no solemos enfrentarnos a leones en la sabana—, nuestro organismo sigue activando el mismo sistema de alerta, aunque sea frente a una fecha límite en el trabajo, un examen, una discusión de pareja o una situación económica difícil.
La importancia del estrés como motor de adaptación
Nuestra vida y nuestro entorno están en constante cambio y nos exigen continuas adaptaciones. Por tanto, cierta cantidad de estrés, también llamado estrés positivo o eustrés, es necesaria: nos ayuda a ponernos en marcha, nos motiva a lograr objetivos, nos impulsa a rendir mejor y, en situaciones extremas, puede incluso salvarnos la vida. Un estudiante que siente un ligero nivel de presión antes de un examen suele estudiar más y concentrarse mejor. Un deportista que experimenta tensión previa a una competición utiliza esa activación para mejorar su rendimiento.
En ocasiones, la presencia de estrés representa una excelente oportunidad para desarrollar nuevos recursos personales, fortalecer la autoestima e incrementar las probabilidades de éxito en el futuro. Sin embargo, cuando la respuesta de estrés se prolonga en el tiempo o se intensifica de forma excesiva, el efecto deja de ser beneficioso. En esos casos, la salud, el rendimiento laboral e incluso las relaciones personales pueden verse afectadas. Es entonces cuando el estrés se convierte en una carga dañina, capaz de alterar nuestro bienestar físico, emocional y mental.
EL Estrés y sus circustancias
Solemos pensar que el estrés es consecuencia directa de las circunstancias externas: mucho trabajo, poco dinero, enfermedades, conflictos, etc. Sin embargo, las investigaciones en psicología señalan que el estrés es en realidad el resultado de una interacción entre los eventos del entorno y nuestras propias respuestas cognitivas, emocionales y físicas.
Es decir, no siempre es la situación lo que determina el nivel de estrés, sino cómo la interpretamos. Una misma situación puede ser altamente estresante para una persona y poco significativa para otra. Por ejemplo, hablar en público puede ser un reto motivador para alguien acostumbrado a hacerlo, pero un verdadero suplicio para otra persona con miedo escénico.
Además, los recursos para afrontarlo juegan un papel fundamental: una persona puede tener las capacidades necesarias para resolver un problema, pero si juzga sus recursos como inadecuados, experimentará una reacción de estrés mucho mayor. Este sesgo en la valoración de las propias capacidades incrementa la sobrecarga emocional y dificulta el aprovechamiento de los recursos disponibles.
Tipos de estrés: positivo y negativo
El estrés puede clasificarse en positivo (eustrés) y negativo (distrés).
Eustrés:
Es positivo cuando la persona interpreta que las consecuencias de la situación serán favorables o que, aunque supongan un esfuerzo, contribuirán a su desarrollo personal. Ejemplo: mudarse a una nueva ciudad, iniciar un proyecto laboral o tener un hijo.
Distrés:
Es negativo cuando se percibe que las consecuencias serán desagradables, dolorosas o perjudiciales. Ejemplo: perder un empleo, atravesar un divorcio, recibir un diagnóstico médico preocupante.
En ambos casos se produce una activación fisiológica; sin embargo, la diferencia radica en el tipo de emociones generadas: el estrés positivo trae entusiasmo, energía y motivación, mientras que el negativo genera ansiedad, frustración y agotamiento.
Causas del estrés
Cualquier suceso que despierte una respuesta emocional puede causar estrés. Entre las causas positivas encontramos el matrimonio, el nacimiento de un hijo, el inicio de estudios o metas laborales, mientras que entre las causas negativas se incluyen las enfermedades, pérdidas afectivas, conflictos personales, presiones laborales o problemas financieros.
Lo que genera tensión, en el fondo, es la sensación de no tener recursos suficientes para hacer frente a las demandas externas. Cuando los objetivos son autoimpuestos, podemos reformularlos y disminuir la presión. Pero cuando vienen impuestos desde el exterior, el miedo a no cumplir expectativas intensifica el malestar. Por eso el lugar donde más estrés se experimenta es, con frecuencia, el ámbito laboral: presión por rendir, competitividad, falta de apoyo de compañeros, jefes autoritarios o ambientes tóxicos.
En tales contextos, el organismo activa automáticamente la maquinaria del estrés.
El proceso fisiológico del estrés
Cuando el cerebro percibe un estímulo estresante, se activa el Sistema Nervioso Simpático, encargado de preparar al cuerpo para la acción. Se liberan entonces varias hormonas:
Adrenalina: dilata los bronquios para recibir más oxígeno y aumenta la frecuencia cardíaca, acelerando el bombeo de sangre hacia cerebro y músculos.
Noradrenalina: contrae venas y arterias para garantizar un flujo sanguíneo más potente y reducir hemorragias en caso de lesión.
Cortisol: considerada la hormona del estrés por excelencia, moviliza la energía almacenada, regula el metabolismo y mantiene el estado de alerta mientras dura la amenaza.
Estas hormonas aumentan la concentración, la capacidad de reacción y la fuerza física. El organismo se prepara para huir o luchar. Una vez superada la situación, el cuerpo debería volver a la normalidad, pero si los desafíos se repiten constantemente sin dar tiempo a la recuperación, las hormonas se acumulan y se convierten en un factor de riesgo para la salud.
Consecuencias del estrés prolongado
El estrés crónico afecta al ser humano en múltiples dimensiones:
A nivel emocional y cognitivo: ansiedad, irritabilidad, falta de concentración, excesiva autocrítica, olvidos frecuentes, pensamientos negativos recurrentes.
A nivel conductual: impulsividad, trato brusco hacia los demás, abuso de alcohol, tabaco u otras sustancias, cambios en el apetito y en los hábitos de sueño.
A nivel físico: dolores musculares, problemas digestivos, cefaleas, insomnio, fatiga constante, alteraciones en el sistema inmunitario.
Las investigaciones muestran que el estrés prolongado aumenta el riesgo de desarrollar hipertensión, problemas cardíacos, trastornos metabólicos, depresión y ansiedad. Incluso puede afectar la fertilidad y la capacidad de cicatrización del organismo.
Estrés en diferentes etapas de la vida
El estrés no se manifiesta igual en todas las edades:
En la infancia el exceso de exigencias escolares o problemas familiares puede provocar dificultades de aprendizaje, conductas de retraimiento o hiperactividad.
La adolescencia es una etapa crítica, con presiones académicas, sociales y emocionales; el estrés se manifiesta en irritabilidad, rebeldía o baja autoestima.
En la edad adulta el trabajo, las responsabilidades económicas y familiares son los principales detonantes; aparece el llamado “síndrome de burnout” en entornos laborales exigentes.
Y en la vejez, aunque algunas presiones disminuyen, surgen otras como enfermedades crónicas, soledad o duelos, que pueden generar estrés emocional y existencial.