

Pediatra - Neonatólogo, Complejo Asistencial Universitario de Burgos. Neurología Neonatal, Fundación NeNe.
La sala de espera estaba llena aquella mañana. Padres con carritos, niños jugando en el suelo, conversaciones cruzadas que formaban un ruido de fondo habitual en cualquier centro de salud. En medio de ese ambiente cotidiano, Eva esperaba con su bebé de dos meses, inquieta por algo que no lograba quitarse de la cabeza. Era el día de las primeras vacunas y, aunque sabía que se trataba de un procedimiento rutinario, una frase leída la noche anterior en redes sociales le había sembrado una duda incómoda: “Las vacunas producen autismo”.
El miedo, pensó, se cuela incluso cuando una parte de ti sabe que no debería. A esa inquietud se sumaba otra más íntima: durante el embarazo, una fuerte gripe le obligó a tomar paracetamol unos días. Más tarde había leído que ese medicamento podía relacionarse con problemas del neurodesarrollo en los niños. Aunque lo había tomado siguiendo indicación médica, la duda se había quedado flotando.
Cuando entró en la consulta, la pediatra, la doctora Sargo, percibió inmediatamente su preocupación. Tras revisar al bebé, se sentó frente a ella y la animó a expresar sus temores. Eva habló de todo lo que había leído, de su miedo a haber cometido errores sin querer. La doctora escuchó con paciencia y comenzó a explicarle, con claridad, qué dicen realmente las evidencias científicas.

La doctora empezó por el tema más antiguo y extendido: la supuesta relación entre vacunas y autismo. Le explicó que ese miedo tiene su origen en un estudio publicado en 1998 que, en aquel momento, afirmaba encontrar un vínculo entre la vacuna triple vírica y el autismo. Con el paso del tiempo se descubrió que el trabajo estaba fraudulentamente manipulado: los datos se habían alterado, la muestra era insuficiente y había intereses económicos no declarados. El artículo fue retirado de la literatura científica y el autor perdió su licencia médica.
Pero, como sucede con muchas ideas que apelan al miedo, el mito se expandió con rapidez, incluso después de quedar desacreditado. Para aclararlo definitivamente, se llevaron a cabo numerosos estudios de gran escala. Algunos han seguido a cientos de miles de niños durante años, comparando su desarrollo independientemente de si estaban vacunados o no. Otros han analizado historiales médicos completos en distintos países. Todos han alcanzado la misma conclusión con una consistencia contundente: las vacunas no causan autismo.
“Lo que sí hacen las vacunas —le explicó la doctora— es proteger a los niños de enfermedades graves que antes eran frecuentes y peligrosas. Y lo hacen con un nivel de seguridad muy elevado”. Eva escuchaba, sorprendida por lo rotundo de la afirmación, y empezó a sentir cómo parte de su inquietud se aliviaba. Durante años se había repetido que “todavía no se sabía”, pero la doctora le señalaba que no era así: sí se sabía, y se sabía con mucha claridad.
La pediatra también destacó que el autismo no tiene una única causa identificable. Se trata de una condición del neurodesarrollo influida principalmente por factores genéticos, que interactúan con procesos biológicos muy tempranos del desarrollo fetal. No existe evidencia de que vacunas —ni otros elementos externos tan concretos— desencadenen por sí solos el Trastorno del Espectro Autista (TEA). Para Eva, esa explicación ofrecía un marco más amplio y racional que los mensajes alarmistas que circulan por internet.
A continuación, la doctora abordó el segundo tema que angustiaba a Eva: el uso de paracetamol durante el embarazo. Le explicó que, a diferencia del caso de las vacunas, aquí no se trata de un mito, sino de un campo de investigación que ha generado preguntas legítimas y, al mismo tiempo, interpretaciones exageradas.
Algunos estudios observacionales habían encontrado asociaciones entre el uso muy frecuente o prolongado de paracetamol en el embarazo y la presencia de ciertos trastornos del neurodesarrollo en la infancia. Sin embargo, la pediatra enfatizó que una asociación no es sinónimo de causalidad. Que dos fenómenos aparezcan juntos no significa que uno cause el otro.
Los estudios más mediáticos no siempre lograron controlar bien variables importantes: la fiebre, el dolor o las infecciones que motivaron el uso del medicamento también pueden influir en el embarazo. Además, muchos trabajos se basan en el recuerdo materno sobre la dosis o frecuencia, lo que puede introducir errores. Cuando investigaciones más recientes han usado diseños más robustos —como comparar hermanos dentro de la misma familia o analizar bases de datos con millones de registros ajustando cuidadosamente los factores— la supuesta relación se debilita o desaparece.
Lo más importante, subrayó la doctora, es lo que dicen las agencias sanitarias tras revisar toda la evidencia: la AEMPS afirma que no existe evidencia de una relación causal entre el paracetamol en el embarazo y el autismo u otros trastornos del neurodesarrollo. La Agencia Europea del Medicamento ha llegado a la misma conclusión y mantiene intactas las recomendaciones de uso. La Sociedad Española de Farmacología Clínica recuerda que existe una amplia experiencia clínica que demuestra ausencia de toxicidad fetal o aumento de malformaciones asociadas al fármaco.
“Lo que recomiendan las guías”, explicó, “es utilizar paracetamol cuando realmente sea necesario, en la dosis mínima eficaz y durante el menor tiempo posible, como con cualquier medicamento en el embarazo. Pero no hay motivo para pensar que unas pocas dosis, indicadas médicamente, supongan un riesgo”.
Eva recordó entonces la gripe que tuvo durante la gestación. Había tenido fiebre alta, y la doctora le explicó que la fiebre mal controlada sí puede suponer un riesgo real para el feto. En ese contexto, el paracetamol no solo era seguro, sino recomendable. Y eso la tranquilizó profundamente.
Tras aclarar ambos temas, la pediatra administró las vacunas al bebé. Eva salió de la consulta sintiendo que había recuperado una serenidad que hacía días creía perdida. Por primera vez no se sentía atrapada entre titulares alarmistas, opiniones fragmentadas y temores desordenados.
Comprendió que la ciencia, aunque no siempre termina las conversaciones, sí ayuda a ponerlas en su sitio. Que distinguir entre asociación y causalidad es fundamental. Que las redes sociales pueden amplificar miedos que no tienen fundamento. Y que, en cuestiones de salud, consultar fuentes fiables y a los profesionales adecuados es una forma esencial de cuidado.
